el carreton de la otra vida


EL CARRETON DE LA OTRA VIDA


En las noches cerradas y sobre todo en la de “sur y chilchi”, se dejaba oír de pronto en lo soledoso de la campiña un agudo chirriar de ejes y un fuerte restallar de látigo, que hacían crispar los nervios de las buenas gentes y entrar en natural espanto. Mayores eran la turbación y el temor cuando tales ruidos eran percibidos en campo raso y el cuitado descabezaba un sueño en la pascana, junto a su jato carretero y sus bueyes. Rechino y trallazo se escuchaban entonces con más fuerza y como si el ente y el artefacto que los producían caminasen por cerca y estuvieran a punto de pasar por delante de la pascana.
Alguna vez se alcanzaron a percibir las voces del lúgubre carretero que instaba a las yuntas, y era su tono gangoso, aflautado, hipante, como no es capaz de modular ninguna garganta humana.
Si al rasgar el cielo un relámpago el campo se iluminaba súbitamente y el cuitado viajero tenía tiempo y valor para echar un vistazo, la figura del carretón fantasma se escorzaba apenas, como hecha con líneas ondulantes e imprecisas.
Aunque visión campera por excelencia, no falto vez en que se mostro en la propia ciudad, bien que a la parte de afuera y precisamente en la calle, entonces apartado y de cierto callejón, que pasa por delante del cementerio. Más de un trasnochador y parrandero acertó a columbrarlo, cuando entre crujidos y estridores discurría con dirección al lazareto.
Pero cierta noche de perros en que las sombras se apelmazaban y aullaba el viento, un prójimo dio de manos a boca en la aparición. Salía de una casa vecina, después de haber corrido en ella largas horas de diversión copiosamente regada. Los vapores etílicos que le ocupaban la azotea le habían puesto en la condición de bravo entre los bravos y capaz de enfrentarse con cualquier peligro.
Al ver el carretón deslizarse sobre el arenoso suelo de la calle se lanzo hacia él, resuelto a saber cómo era. Lo supo al instante, de una sola ojeada. Pero de carretón ¡ay! Solo tenía la traza. Las estacas estaban constituidas por tibias y peronés de esqueleto y en lugar de teleras asomaban costillas descarnadas. Del carretero solo se veía la cara, si tal puede llamarse a una horrenda calavera, dentro de las cuyas cuencas vacías algo brillaba y centellaba como las brazas de un horno.
Ante la contemplación de semejante horrideces, el hombre sintió que la tranca se le iba de un salto. Y no pudiendo mas con lo que tenía por delante, echó a correr despavorido. Y gracias a Dios que llegó con bien a casa.


Bibliografía
Hernando Sanabria Librería editorial “juventud” La paz Bolivia (1996)
Tradiciones leyendas y casos de santa cruz de la sierra

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